A comienzos de la década de 1980, bajo la presidencia de la Sra. Nilda Ester Frean de Antonini, comenzó a gestarse un sueño que marcaría a generaciones de niños casereños: la llegada de la calesita.
Gracias a las gestiones de Carlos Antonio Astarloa, hermano de la Sra. Juana Astarloa, integrante de la Comisión de la Liga de Madres, se logró adquirirla en la ciudad de Buenos Aires. El viaje para traerla fue toda una aventura. Nilda Ester, Juana y su esposo Albino Víctor “Pocho” Piloni partieron hasta Villa Devoto, lugar donde vivía el dueño de la calesita. Con la colaboración de Aurelio Cusinato, quien facilitó el camión, pudieron trasladarla hasta Monte Caseros.
La calesita no era nueva: ya había girado en otras infancias y había sido armada por el mismo vendedor. Pero al llegar a la Plazoleta del Niño, comenzó una nueva vida. Las integrantes de la Comisión de la Liga de Madres se pusieron al frente de su cuidado. Se construyó un cerco de madera, se reparó el motor y, finalmente, se la puso en funcionamiento. Desde entonces, se convirtió en un espacio de alegría y encuentro, donde los niños de la ciudad comenzaron a girar en su mágica rueda de juegos.
En sus primeros años, estuvo ubicada cerca de la calle Alvear, junto al tradicional quiosco del Niño. Más tarde, tras la remodelación de la plazoleta, fue trasladada al lugar en el que hoy se encuentra, convirtiéndose en un punto de referencia para toda la comunidad.
El mantenimiento de la calesita siempre fue posible gracias al esfuerzo compartido. La Escuela Técnica Pedro Ferré, la Fábrica Textil, la Municipalidad de Monte Caseros y vecinos como el Sr. Aníbal Batalla brindaron su apoyo constante. Con el tiempo, nuevas generaciones también aportaron su talento: la artista plástica Marianela Batalla realizó, años atrás, una restauración total de su pintura, devolviéndole el color y la vida.
La calesita no es solo un juego: es parte de la memoria colectiva de Monte Caseros. Es un símbolo de la infancia que se repite en cada generación, un patrimonio cultural que une pasado y presente, tradición e identidad.
En cada vuelta, en cada música que acompaña su giro, late la historia de una ciudad que encontró en ella un lugar de pertenencia y de alegría compartida.
Informe sobre la restauración de la calesita de Monte Caseros
La restauración de la calesita fue llevada adelante en un proceso integral que abarcó tanto aspectos estructurales como estéticos.
El trabajo de base estuvo a cargo de la empresa Argenjuegos, especializada desde hace años en este tipo de intervenciones. Allí se realizaron las tareas de fabricación y pintado de los animales en taller, mientras que la artista Noelia Zamora se ocupó de la pintura de caballete y de los detalles artísticos.
La restauración no se limitó a la renovación de materiales, sino que incorporó una nueva impronta visual. Toda la estructura fue realizada en fibra de vidrio con moldería, adoptando un estilo veneciano inspirado en los carruseles clásicos, en reemplazo de la estética artesanal que presentaba anteriormente.
Un rasgo distintivo de esta intervención es la incorporación de elementos que vinculan directamente a la calesita con la ciudad de Monte Caseros. En las cenefas superiores se plasmaron imágenes de sitios emblemáticos locales, como La Cachuera, la Parroquia y monumentos a los ferroviarios, entre otros. Dichas escenas, capturadas por el fotógrafo David Kuhnle, refuerzan el sentido de pertenencia y generan un lazo emocional con la comunidad.
El trabajo completo demandó aproximadamente cinco meses. Durante este período se construyeron desde cero figuras, cenefas, bandós y biombos.
En particular, los biombos fueron reemplazados en su totalidad y en ellos se representaron imágenes inspiradas en el poema El Hornero del escritor Juan Solá, obra que transmite mensajes de sanación y libertad. La secuencia gráfica inicia con un árbol de ramas secas y un hornero, y continúa con motivos que evocan procesos de transformación.
La calesita pertenece a la Liga de Madres, pero su uso está abierto a toda la comunidad. La restauración fue posible gracias al apoyo de la Municipalidad de Monte Caseros.
Poema al Hornero, por Juan Solá
El hornero apareció acurrucado entre mis ramas secas la mañana después de la tormenta. Yo estaba más cerca de ser leña que monte, pero la imagen del animal herido me conmovió tanto que elegí no morir. Me dijo que venía de lejos, escapándose del rifle de un hombre. Las balas le habían rozado las alas. Estiré las ramas tanto como pude y le fui llevando agua de lluvia y frutos frescos que robé de otros árboles. El pájaro comía en silencio. Por las noches, doblaba mi tronco para que pudiera acurrucarse protegido del viento frío. Yo quería salvarlo.
Madre Tierra, susurré, dame fuerzas. Dame alimento y dame agua, que hay un hornero herido entre mis ramas y me urge oírlo cantar.
Cuando pudo moverse, me pidió prestados unos gajos y se pasó la siesta construyendo su nido. Yo lo observaba maravillado, enamorado de las manchas café entre sus plumas. Me fui quedando dormido y esa noche soñé con el campo ancho y caliente que lo había visto nacer.
La melodía me despertó y el sol apenas llegaba al monte. Abrí los ojos y estiré las ramas y ¡cuánta felicidad! El pájaro estaba de pie y le cantaba al cielo, que ya no era gris sino tibio y naranja.
Buenos días, dijo el hornero.
Buenos días, respondí.
Saltó entre mis ramas y batió las alas, intentando volar. Lo atrapé varias veces mientras le pedía que hiciera fuerza. Yo quería verlo libre y alto, apoyando el cuerpo sobre las ramas invisibles del viento.
Poco tiempo después se animó a bajar y recoger un poco de barro con el pico. El nido se volvió hermoso, redondo como una fruta o más bien como el sol, porque también era luminoso y tibio, tan tibio que hasta mis ramas reverdecieron y yo ya no estaba muerto, ya no quería ser leña, quería ser árbol de tronco grueso para poder protegerlo.
Buenos días, dijo el hornero.
Buenos días, respondí.
Me temo que hoy he de partir, silbó. Mis alas están curadas y el verano se está acercando. Hay muchas cosas que quiero ver y ahora puedo hacerlo porque he sanado. Me salvaste la vida, árbol. Volveré a mi tierra y le contaré a mi familia sobre vos. Les hablaré de tus ramas fuertes que me cobijaron y de las frutas y el agua que me regalaste. Te recordaré para siempre y me aseguraré de que los que me aman te amen también a vos.
Batió las alas y levanté los ojos para verlo alcanzar el cielo. Era tan hermoso, no quería que se fuera. No quería perder la única excusa que había encontrado para no ser leña, la única razón que tenía para sobrevivir. Yo quería que fuera libre, pero ahora comprendía cuánto me lastimaba su libertad.
El hornero se fue para siempre. El nido entre mis ramas permaneció deshabitado, testigo de tierra del pájaro que alguna vez amé y ahora era memoria.
Madre Tierra, susurré, dame fuerzas. Dame alimento y dame agua, que hay un hornero libre en algún lugar del monte y me urge oírlo cantar otra vez.